El geógrafo y urbanista Jordi Borja presenta el libro ‘Revolución urbana y derechos ciudadanos’, en el que invita a reflexionar sobre cómo las pautas de urbanización predominantes afectan al uso del espacio público, dentro de la apuesta por La transformación urbana como proceso colectivo
Este pasado miércoles, 22 de enero de 2014, Jordi Borja (Barcelona, 1941) acudió al Círculo de Bellas Artes, invitado por el Club de Debates Urbanos, para presentar su nuevo libro: Revolución urbana y derechos ciudadanos (Alianza Editoria, 2013). Una obra mediante la cual el autor, co-director del Programa de Postgrado de Gestión de la ciudad en la Univesitat Oberta de Catalunya y presidente del Observatori DESC, pretende que los lectores reflexionen sobre cómo las pautas de urbanización predominantes despojan a los ciudadanos de un espacio público democrático, igualitario y solidario.
Entre 1983 y 1995, Borja ocupó ocupó diferentes cargos en el Ayuntamiento de Barcelona, sobre todo relacionados con participación, urbanismo y relaciones internacionales y cooperación. Una experiencia que enriquece más si cabe el contenido de esta nueva obra, donde también se abordan cuestiones como el concepto de ciudad como el espacio de todos o el del derecho a la ciudad, entre cuyos significados está el de unificar estrategias y acciones de resistencia contra la tendencia urbanística actual.
En su libro habla de que los proyectos urbanísticos tienden cada vez más a fragmentar ciudades, lo que impide que los ciudadanos dispongan de un espacio público en el que exista la participación política. ¿Esto es algo pensado o improvisado?
Uno piensa que son los gobiernos, nacionales o locales los que deciden qué quieren sobre el territorio, o que los arquitectos y urbanistas definen esos planes y que los juristas establecen las normativas, etc. En realidad somos bastante optimistas sobre la posibilidad de que los políticos decidan por sí mismos. Lo que hay son complicidades de los gobiernos nacionales que facilitan, a través de convenios o de créditos, ciertos planes si el suelo es de su propiedad; gobiernos locales que ven bien que se haga cualquier cosa porque así pueden cobrar impuestos, como el IBI, o tasas. Y aunque los técnicos, los planificadores, dicen que hacen lo que ellos creen que es necesario, en la práctica se adaptan a lo que les pide el poder político, o el poder económico cuando trabajan para empresas privadas.
¿Y cuál es el resultado de estas complicidades?
Pues que se han ido forjando procesos de urbanización que ya no son de desarrollo de las ciudades sino de urbanizar algo que ni es ni genera ciudad. Crean complejos que están en tierra de nadie, desarticulados, y se generan formas de segregación muy dura, como son los barrios cerrados, a veces dentro del tejido urbano y a veces fuera. Y con ello se pierde la ciudadanía, la mezcla, la manera de obtener todos los bienes y servicios que ofrece la ciudad. La ciudadanía es un ámbito donde uno puede ejercer sus derechos y donde las personas, en teoría, son iguales; donde se reciben un conjunto de bienes y servicios y se generan lazos de cohesión social.
Esto tiene, además, otra cara, y es que a medida que se crean urbanizaciones sin ciudad, el núcleo de la ciudad tiende a convertirse en una sede administrativa, turística o de oficinas, a servir de residencia para los sectores privilegiados o a dejar zonas abandonadas. Es decir, no solamente se crean zonas ciudadanas pobres en las periferias, sino que se empobrece la calidad de la ciudad existente.
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En las ciudades, además de para facilitar la inclusión de publicidad de empresas privadas, ¿mediante qué otro tipo de acciones se materializa la privatización del espacio público?
Es un tema interesante porque el espacio público es necesariamente un espacio conflictivo. No solo porque es el lugar donde se pueden expresar los conflictos sociales, sino que, cuanta más calidad y accesibilidad, cuanto más atractivo sea ese espacio público, más usos permite, más públicos distintos quieren utilizarlo. Porque sí, lo llamamos espacio público, pero también podríamos llamarlo espacio de uso colectivo.
Las terrazas, por ejemplo, en sí mismas no están mal, a todos nos gusta sentarnos allí a tomar algo. Lo que pasa es que a veces sucede que esas terrazas son para que las usen unas personas determinadas, no para todos. Además, cualquier uso que monopolice un espacio público es problemático. Por otro lado, el poder tiene miedo de que la gente se reúna mucho, entonces, por ejemplo, se hacen bancos unipersonales. Sin embargo, la función del espacio público tiene que ser polivalente y se tiene que gestionar de forma que se le pueda dar distintos usos. Pero lo que siempre tiene que permitir es la posibilidad de ser un lugar de expresión, de vida colectiva.
¿Es este el motivo porque el que la gente tiene que reivindicar su derecho a la ciudad, a ser colectivo, a ser con el otro?
Bueno, el derecho a la ciudad es algo más complejo que esto, pero lo que dices es una parte importante de este derecho. La ciudad tiene que facilitar que se expresen las aspiraciones sociales, políticas o culturales, que puedan hacer procesiones no solo los católicos sino también los de cualquier otra religión, que se puedan hacer manifestaciones políticas, fiestas de barrio…
Pero hablar de derecho a la ciudad implica más cosas. Una ciudad necesita viviendas, equipamientos, transporte, que el ciudadano tenga derecho a la movilidad, se necesita ser visible para los otros, acceso fácil a la centralidad. Significa tener identidad con el entorno específico… Son derechos propiamente urbanos. Pero también se necesita educación o sanidad pública, equipamientos culturales, tener trabajo y una renta básica, porque sin ingresos uno no puede ejercer de ciudadano. Y, por supuesto, que todos los que vivan en la ciudad tengan los mismos derechos jurídico-políticos. Los llamados inmigrantes, mal llamados porque son residentes, tienen que tener los mismos derechos y deberes que el resto. Y en España se discrimina a los que no tiene la nacionalidad española.
El derecho a la ciudad es todo eso, con un añadido: que todos estos derechos son interdependientes. Si tienes vivienda y trabajo pero no movilidad, o tienes las tres cosas pero vives en una zona en la que no hay nada, que no tiene identidad, incluso si tú tienes derechos pero el de al lado no, lo que fomenta la xenofobia o el racismo, entonces no funciona. Por tanto, el derecho a la ciudad implica un conjunto de derechos que todos son necesarios a la vez.
¿Qué consecuencias tiene para los ciudadanos la pérdida de este derecho?
Se sienten expropiados. Es decir, en vez de apropiarte de la ciudad sientes que la ciudad es de otros; del poder político, del económico, del tecnocrático… De otros. Hay un sentimiento de desposesión, lo que provoca que te cierres en tu caparazón a menos que haya una fuerza colectiva que resista. La ciudadanía es un concepto que se conquista cada día. ¿Sabes la frase de Simone de Beauvoir que decía que la mujer no nace, se hace? Pues esto es igual. Un ciudadano se hace ejerciendo sus derechos.
¿Cómo se pueden reivindicar?
Hay movimientos sociales, organizaciones vecinales, partidos políticos que más o menos defienden estas cosas…
Y si no funciona, ¿hay que impulsar una protesta como la que se acaba de vivir en Gamonal?
Gamonal, probablemente, es el principio de un movimiento que, espero, se desarrollará en Burgos y en otras ciudades. Pero bueno, en España hay una tradición importante de movimientos vecinales. Madrid es un gran ejemplo de ello y Barcelona también. En el franquismo, a partir de finales de los años 60, se pusieron en jaque muchas de las políticas de las alcaldías franquistas. Y por algo será que después, a pesar de ciertas frustraciones, en España ha habido mucha tradición de lucha popular urbana.