Artículo de opinión publicado en El diario que reproducimos por su interés. María Oliver – Arquitecta en Mixuro – Espacio de trabajo. La ciudad está cambiando con el empuje de nuevas iniciativas ciudadanas. El Centro Cultural Tres Forques, el Solar Corona, los pequeños parques infantiles desarrollados por el Col.lectiu de Mares i pares de Ciutat Vella, son algunos de ellos. Las iniciativas de Ciutat Vella Batega, la reivindicación de Las Naves en Russafa, el repensar el solar del IVAM, las cooperativas de autoconsumo y los huertos urbanos, presentes en muchos barrios y engarzados con la reivindicación de la huerta en Valencia, son algunos más.
Todos estos proyectos y conquistas son movimientos sociales y ciudadanos de nuevo cuño. Una nueva generación que plantea su relación de ciudadanía y de convivencia desde la autogestión, la apropiación, la proposición colectiva y la participación. Cada uno de estos hermosos proyectos está relacionado con los otros y participan del mismo ADN transformador.
La ciudad y sus dotaciones -sean estas educativas, culturales o de disfrute colectivo-, están siendo reorganizadas con actividades que priman la participación, la convivencia y el uso colectivo. Frente a la ciudad construida, la ciudad del consumo y la ciudad-marca turística, son ya muchas las iniciativas que accionan y construyen una nueva urbe: la ciudad vivida.
Esa ciudad vivida nace por el impulso de gentes muy diversas que se apropian por la vía de los hechos de aquello que les pertenece. En estos últimos años hemos observado un cambio en las cadenas de valor y uso social que están obrando un profundo vuelco en la legitimación institucional.
Una democracia realmente participativa. Este es uno de los grandes retos que hoy está exigiendo la ciudadanía. Implica generar porosidad y comunicación en y entre todos los niveles de nuestro sistema de gobierno, tanto en el plano horizontal como en el vertical. Pero la participación ciudadana no se puede ejercer sin una información efectiva y comprensible. Por ello, es necesario implementar sistemas de información y transparencia graduales que permitan una gobernanza distribuida y rehorizontalizada.
Gestionar la convivencia en nuestra ciudad es urgente. Como también lo es rediseñar la toma de decisiones en las políticas públicas, de manera que permitan la multiplicidad de actores, y el respeto y la colaboración entre ellos. El objetivo es promover la convivencia real de todas las personas. Y esto es posible pese a la complejidad de los usos y gestión del espacio urbano.
Se pueden ocupar los espacios públicos de un modo que deje de propiciar tensión y enfrentamiento: el bar con terraza nocturna y la vecindad que debe madrugar cada día; el comercio que carga y descarga en la acera por donde pasean parejas ancianas; el pianista que ensaya con las ventanas abiertas durante las largas tardes de verano; los cientos y miles de perros que ensucian aceras y zonas verdes donde juega la chiquillería.
Una ciudad hiper-normativa donde todo está prohibido por defecto, no solucionará jamás los problemas de convivencia. Dejar en manos de las fuerzas de seguridad el criterio de uso del espacio público, anula la capacidad de autogestión del ciudadano y el sentido mismo de la ciudad como creación colectiva.
La autogestión ciudadana puede ser solución para mirar de frente una situación de crisis con fuerza. Además, alimenta y hace crecer una ciudadanía responsable y comprometida con las necesidades de su barrio. La proliferación de «cadáveres urbanos» en los últimos años nos deja edificios, solares y dotaciones sin posibilidad de uso inmediato. En paralelo, la ciudadanía organizada en torno a una necesidad común de espacio donde poderse realizar como personas es creciente.
Únicamente hace falta voluntad política que permita que este encuentro espacio-necesidad se produzca, y para eso no hacen falta grandes presupuestos. Sólo hace falta creer en la ciudadanía como motor principal de la revitalización de nuestra ciudad. Este cambio profundo en la relación ciudadanía-ayuntamiento no nos debe sonar tan extraño en una ciudad con casi 400 asociaciones culturales autogestionadas como son las comisiones falleras. La ciudadanía valenciana es muy capaz de autogestionarse.
La nueva exigencia es que se amplíe el campo de visión y permitamos otro tipo de asociacionismo. Un asociacionismo que deje aflorar la diversidad inmensa de las personas que habitamos esta ciudad. Queremos añadir a las comisiones falleras, los huertos urbanos, los solares autogestionados, unas Naves de Ribes en manos de los vecinos de Russafa, la proliferación de centros culturales como el de Tres Forques, un circuito de Fórmula-1 lleno de niños con sus bicicletas y sus cometas. Y todo esto impulsado por el Ayuntamiento.
No es descabellado pensar en una peatonalización progresiva de algunas zonas de la ciudad. En Ciutat Vella, por ejemplo, el Col.lectiu de Mares i pares lleva años reivindicando que sus hijos puedan jugar en la calle e ir solos al colegio. Si los vecinos de este barrio apuestan por quedarse y darle vida, el Ayuntamiento tiene la obligación de permitir que decidan de qué modo habitar sus espacios. Del mismo modo son los vecinos de El Cabanyal, de Castellar, de Russafa, los que deben participar en las decisiones municipales que les afecten.
La participación ciudadana no necesita de grandes presupuestos, sino de voluntad política. Voluntad para ofrecer a los vecinos una información transparente y accesible. Voluntad para poner a disposición de los barrios los medios técnicos especializados: así se formularán diagnósticos y propuestas serias que garanticen la relación horizontal entre la ciudadanía y la administración pública. Y, finalmente, voluntad para cumplir el mandato de esta ciudadanía por encima de cualquier interés privado.
La ciudad construida es un hardware difícil de sostener si no impulsamos una nueva programación software: una nueva manera de ser ciudadanía. En la búsqueda de estas nuevas maneras de gestionar hay ciudades que nos llevan años de ventaja. No vamos a ser pioneros en esto, pero Valencia ofrece unas condiciones de tamaño, clima y capital humano que hacen posible este cambio necesario.
La ciudad vivida debe afrontar con ilusión tres grandes líneas de pensamiento contemporáneo: la ecología, el género y la interculturalidad. Pensar la ciudad como bien común permite considerarla como un ecosistema amplio, diverso e incluyente para con todas nosotras. Permite hacer de nuestra convivencia un derecho: el derecho a la ciudad